miércoles, 23 de enero de 2013

Cítricos.


 
Esa noche, cuando llegué fui a saludar al mar, descalza, pisé su arena fría. Parecía dormido y yo ansiaba su calma.
 
- ¿Qué te ha traído por aquí, tan sola?
- Necesitaba verte, he venido a pintar cerca de aquí.
- Lo sé. Dijo. Y sé, qué no es la única razón que te ha movido.
 
Me quedé a su lado mucho tiempo, tranquila, acariciando su arena, haciendo dibujos aleatorios con el dedo en ella, escuchando sus olas. Ojalá tuviera tu bravura, tu fuerza, pensé... y volví a calzarme las botas viejas. Me fui después de llenarme un bolsillo de arena y otro de brisa. Esa noche soñé un olor.
 
Alguien entraba en aquella habitación rota, en el desorden donde dormía, entre los escombros y el polvo,  entre los rollos de persianas viejas. Se quedó quieto en el pasillo, mirándome. Se acercaba. Mi cuerpo contraído del miedo no podía encontrar límites entre sueño y vigilia. Se arrodilló a mi espalda, en el viejo colchón donde dormía y tumbándose a mí lado sentí un abrazo. Soñé el olor de aquel abrazo, su respiración cerca de mi nuca, ese olor me estaba dejando un mensaje:
 
" Tranquila, no tengas miedo."
 
A la mañana siguiente esa sensación había encontrado su hueco en mi memoria y al sonar el despertador dudé al darme la vuelta.
La mañana había puesto una gran mandarina en el cielo y el mar parecía vomitarla en el horizonte. Busqué ese olor en el concurso,  la lluvia había barrido su rastro. Sólo encontré naranjos.
 
 
 

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